martes, 15 de junio de 2010

domingo, 16 de mayo de 2010

14. Un libro de cuatro orejas.



Una mujer intenta durante años ver a su tía, pero no consigue que se ponga al teléfono ni, cuando se acerca a su casa, que le franqueen la puerta. Finalmente, con ayuda de la policía, descubre que su tía tuvo problemas de salud, años atrás, intratables por la medicina oficial. Así que buscó la ayuda de un médico peculiar, un dentista, que le proporcionaba enemas con zumo de limón y otras sustancias que acabaron matándola. Su marido, loco de dolor, momifica el cadáver, que sigue viviendo en casa: en la cabecera de la mesa a la hora de comer, en su butaca viendo los reality a la de la televisión, en la cama conyugal por la noche. Así su marido e hijos no la echan tanto en falta. Hasta el dentista se viene a vivir con una familia tan bien avenida.

Esta es uno de los muchos "casos más inusuales" que cuentan treinta y dos terapeutas estadounidenses en The mummy at the dining room table (obsérvese que en inglés mamá y momia son la misma palabra, por lo que la historia del párrafo anterior quizá tiene más sentido...)

El resto de las historias es igualmente inusual, o sea que los dos autores tenían para elegir de cuál sacar el título del conjunto. No es fácil. Creo que mi preferida sería la de Buzzy Bee, un muchacho que a los nueve años follaba con su hermana, algo mayor. "Hay que entenderlo --explica Pittman, el terapeuta que cuenta la historia--, cuando creces en el campo no hay mucha gente alrededor, y las cosas son distintas". Ya lo creo que son distintas: a los diez años Buzzy Bee ganaba algo de dinero haciendo mamadas a sus compañeros de escuela. Parece que esta era su única habilidad apreciada por los demás, así que, cuando lo echaron de la escuela porque no pudieron evitar que la ejerciera, se ganó la vida ofreciéndola puerta a puerta por el pueblo, de donde lo echaron cuando tenía dieciséis años. Fue a la ciudad, Atlanta, donde preñó a una chica de quince y se fue a vivir con ella a casa de sus padres. Esto ocurrió por navidad, y "como no tenía dinero para comprar regalos, le ofreció a su suegro hacerle una mamada. Así empezó una relación que duró unos pocos años".

Bueno, las cosas son distintas en Alabama, pero no todas. Por ejemplo, las suegras, que acostumbran ser tan picajosas allí como aquí. A la de nuestra historia no le pareció bien que Buzzy se acostara con su hija y con su marido simultáneamente, y lo echó de su casa. El muchacho, incapaz de encontrar un trabajo, sin casa y sin poder ver a su hijo, tuvo una crisis de ansiedad y fue hospitalizado, de resultas de lo cual entró en contacto con Pittman. Lo cual fue seguramente lo mejor que podía pasarle, porque el tal Pittman lo trató seis años, marchó a otra ciudad, regresó a Atlanta donde volvió a encontrarlo y lo trató veinte años más. Lo ayudó a "abandonar su fijación oral", a encontrar trabajo... todo ello a escondidas de su psicoanalista supervisor, que consideraba que se trataba de un caso perdido. Durante años Buzzy le regalaba una caja de discos viejos que recogía por la calle, o algo parecido, avergonzado de no poder pagar la terapia. A los sesenta, muriendo de un ataque al corazón, pidió a su mujer que le contara a Pittman que se acordaba de él, que había sido un buen padre para sus hijos, que "no había vuelto a su antigua costubre".

Este es un resumen muy rápido, pero quizá suficiente para que al lector le entren las mismas ganas que a mí de conocer al comprensivo y generoso Pittman. Los restantes treintaiún profesionales, entre ellos los autores del libro, muestran diferentes estilos de atender a su clientela y, claro, de contar historias. Las cuatro orejas no consiguen armonizar el material, que resulta así irregular. Pero esto probablemente no es un defecto, sino un resultado de estar más comprometidos con la realidad que con la literatura: ¿cómo, si no, explicar convincentemente que todos somos distintos? Las personas... y las historias.





sábado, 15 de mayo de 2010

13. Libros de dos cabezas



Pensar bien, tener ideas originales y saber escribir son tres cualidades valiosas. No abundan demasiado, pero tampoco podemos decir que son escasas, mucha gente tiene alguna de ellas. Algo más raro es que disponga de dos, teniendo en cuenta que son cualidades que, disposiciones naturales aparte, implican un mantenimiento exigente. Y si alguien puede hacer bien las tres cosas, prácticamente entra en la categoría de seres privilegiados que pueden influir en el mundo, al menos un poco más que el resto de los mortales.

Todos hemos admirado a alguno de estos, los hemos seguido devotamente y aprendido de ellos unas cuantas cosas. Pero reduciríamos mucho el campo de los "escuchables" si nos limitáramos a estos fenómenos, ¿qué hacemos con quienes se dedican a una actividad concreta, progresan en ella, ven cosas a las que los demás no podemos acceder, tienen propuestas originales... y no son hábiles preparando una exposición? ¿No atenderles? Nos perderíamos, cómo dudarlo, mucho. La solución estándar es buscar a alguien que sepa escribir, y hacerlo a medias. La versión cruda de esta solución es contratar un negro (poco que objetar, habiendo hecho ese trabajo alguna vez y no descartándolo para el futuro). Personalmente aprecio más la colaboración explícita, cuando ambos autores, uno de ellos profesional de la escritura y el otro de la materia de que se trate, firman juntos. Ahí quedan bestsellers millonarios y perdurables para atestiguar las posibilidades de la fórmula. Como La meta, de Eliyahu Goldratt, consultor de empresas, y Jeff Cox, escritor mayormente... de jardinería.

Bueno, puede que La meta no sea una obra literariamente deslumbrante: tampoco lo pretende. Pero hay otras lecturas magníficas que se han hecho a cuatro manos (o a dos, no nos pongamos exigentes, pero de distintos propietarios).

He encontrado un libro excelente que tiene un grado de colaboración intermedio: lleva una única firma, pero una página de agradecimientos dice: "si este libro se lee como una novela es porque mis apuntes fueron vertidos a narración por mi amigo Daniel Martin Klein, novelista". El que firma es Robert Akeret, el libro se llama Historias de un terapeuta viajero y lo publicó en castellano Urano en 1995 (es lo que tiene no leer a la moda).

Seguramente la estructura del libro, y su fluir (creo que las dificultades con el flujo son el problema más extendido entre quienes piensan bien pero no escriben bien), se deben a Klein, pero la chicha, tierna y nutritiva (y bárbara, como en un cuento de hadas), es de Akeret. No me resisto a adelantar un trocito de solomillo, allí donde pone en boca de Erich Fromm: "Hay una parte del Talmud que habla de esos sueños. Dice que un hombre que sueña que riega un olivo con aceite de oliva tiene deseos incestuosos. Pero un hombre que sueña que se acuesta con su madre anda en busca de conocimiento".





(Una nota al pie: la frase de Fromm abre otras posibilidades de colaboración, porque el Talmud es, tomo de la wikipedia, un "producto de un proceso de escritura grupal, a veces contradictorio").


12. Lo micro y lo macro.



Camino de la escuela, hay papeles y otros desechos por el suelo. Palmira: "El día que el Sol se coma la Tierra ¡le va a saber asquerosa!".

sábado, 10 de abril de 2010

11. Cuernos y pelotas.



Me llama una de mis hermanas desde una ciudad de provincias: noche de sábado y no hay nadie en la calle. Igual que en Madrid y Barcelona, cuyos equipos juegan hoy lo que se llama un clásico. El fútbol, la pasión que permite dejar de ver lo que pasa en la vida de uno y en la de todos. Algunos argentinos llegados por aquí cuentan cómo les despojaron el país mientras ellos miraban el fútbol.

Antes del fútbol eran los toros. Se decía que "cuando se perdió Cuba, la gente salía de los toros", sin caer en que cuando se perdió Cuba y cuando eso se supo en Madrid fueron momentos muy distantes. Antes del fútbol, los niños jugaban al toro. A torear, vamos: el que hacía de animal llevaba dos navajas abiertas a modo de cuernos, cogidas con las manos separadas a la distancia de los de verdad, y seguía el vuelo del capote (que podía ser chaqueta, gabardina...) disciplinadamente, hasta el punto de que si quien lo manejaba se equivocaba, la navaja no se desviaba y resultaba "cogido". Las casas de socorro de la época atendieron muchas heridas por asta de toro... de acero templado. Esto lo cuenta Díaz Cañabate, cronista de Madrid, entre otras cosas pintorescas, como los señoritos calavera invitando a torrijas al caballo del coche de punto.

No interesándome demasiado el fútbol, todavía ando con dos navajas en los bolsillos, cerradas, pero prontas a usarse. Pero no están hechas ni en Toledo ni en Albacete. En mi bolsillo derecho va la de Occam, fraile medieval que probablemente ya la encontró hecha, y que es muy conocida, pero usada con menos frecuencia de la conveniente: "la explicación más simple es la más probable, pero no siempre la buena" (hay muchos otros enunciados, algunos hasta en latín, pero este representa bastante bien la idea básica).

La del bolsillo izquierdo, la de Hanlon, es menos conocida, pero (¡goool...! aúllan ahora por aquí, y empiezan a sonar cohetes: del Barça, pues) igual de útil: "no atribuyas a malicia lo que la estupidez pueda explicar".

Podría pensarse que andar armado no es la mejor manera de llevar una vida apacible, pero lo cierto es que estas armas intelectuales ayudan precisamente a ello. Ayudan mucho, en particular, contra la paranoia: cuando recibimos un daño podemos pensar, aplicando la derecha, que se debe al ordinario roce entre humanos y no a una conspiración; y después, con la izquierda, que el roce entre humanos genera desgarrones por descuido, por incompetencia, por pereza mental... por, en definitiva, estupidez. De la que no se libra nadie: hasta las personas habitualmente inteligentes tienen momentos y situaciones en que no lo son.

Sí, ambas navajas aportan mucha calma y comprensión. Pero otras veces uno lee los titulares, observa por ejemplo cómo esa compleja maquinaria judicial se pone en marcha con tantas piezas que deben funcionar armónicamente, con tanto trabajo, para conseguir sentar a un juez de la Audiencia Nacional en el banquillo... y echa en falta una cuchillería entera.

Estremecedora abundancia de cohetes: ha ganado el Barça

domingo, 4 de abril de 2010

10. Equipaje imprescindible


Palmira duerme por primera vez fuera de casa. La llevamos a la de su prima María con el equipaje imprescindible: un pijama, un cepillo de dientes y tres libros.

viernes, 19 de marzo de 2010

9. El día del padre.


Felicito el santo a Pepe y me devuelve la felicitación: soy padre. ¿Cómo puede uno estar seguro? La Iglesia, con su acreditado sentido del humor (decir que los condones no nos protegen del sida, que lo que nos protege es la abstinencia, es un chiste buenísimo), elige la festividad de San José, el único padre de la historia del que afirma taxativamente que no lo es, para celebrar la paternidad. La idea es buena, uno tiene que criar lo que pare(n) su(s) mujer(es) sin preocuparse demasiado de si tiene vinculación genética con ello. Además, es probable que la tenga. Desde que se inventaron las pruebas de adn se han hecho estudios que muestran que aproximadamente el 90% de las personas son hijas de quien figura como su padre (con notables variaciones de unas regiones a otras). No está nada mal, hubiera conjeturado muchas menos. La naturaleza dispone del deseo sexual para maximizar las posibilidades de reproducirnos. Por eso la hembra humana entra especialmente en calor justo los días en que es más preñable, no necesariamente cuando está su marido cerca. Y también por eso los machos humanos estamos dispuestos a hacer favores en todo tiempo y condición.

De lo general a lo concreto: ¿cómo sé que mi hija es mía? Que sea distraída no es una prueba, como que sea morena: son condiciones abundantes. La prueba definitiva son las gafas: puedo ponerme las suyas, y ella las mías, sin problemas. Teniendo en cuenta que corrigen dos defectos, no uno, y que la diferencia entre ojos es notable, es un indicio estadísticamente irrefutable. Y no debe ser casual que, cuando era pequeña, mostrara un interés obsesivo por la única parte de mi cuerpo que no estaba autorizada a tocar: exactamente, las gafas. La prueba definitiva.

Celebraré el día feliz, con mucho menos gasto de lo que cuesta una prueba de adn. Por ejemplo con una botella de José Cuervo, que también celebra hoy su santo. La compartiré con mi mujer, claro. Se sabe que el tequila hace decir la verdad.